Hay gente que nunca tiene la culpa de nada. O, mejor dicho, sí que la tienen, porque es imposible pasar por este mundo sin acumular nuestra carga de responsabilidades, pero jamás aceptarán otro papel que el de víctima: todo lo malo que les ocurre en la vida a estos individuos viene de fuera, hay que achacárselo a otras personas (que los odian, les tienen envidia, quieren siempre sabotearles…), a las circunstancias, a sus orígenes sociales, a la mala suerte, al Gobierno, a la conjunción astral, a Dios bendito o a alguna decisión del pasado que, a su vez, fue el resultado de invencibles condicionantes externos. Todos conocemos a algún victimista: abundan en la infancia, cuando parece más fácil esquivar la responsabilidad que asumirla (el profesor que nos tiene manía es un clásico de esa etapa), pero algunos extienden este planteamiento anómalo hasta la vida adulta. Según los sociólogos, de hecho, vivimos en un tiempo caracterizado por la queja continua, un rasgo evidente en el plano colectivo pero apreciable también en el individual.
Ser víctima, víctima de verdad, no resulta nada envidiable y, por supuesto, merece todo el respeto y la solidaridad del mundo. Pero el victimista trata de ganar para sí mismo ese respeto y esa solidaridad sin un motivo real. «El victimismo conlleva una sensación crónica de sentirse víctima, es una ‘hinchazón del hecho de ser víctima’. Es una postura completamente diferente a la que adopta, por ejemplo, la gente resiliente, capaz de enfrentarse a situaciones gravísimas en su vida, aceptando, luchando, buscando opciones, pero sin sentirse nunca víctimas de absolutamente nada», describe el psicólogo coruñés Jaime Burque, que habla de «círculos infinitos de queja» y ve esta actitud como «uno de los enfoques menos efectivos y más inmovilizantes que existen».
Porque, claro, el victimismo nos paraliza y nos impide tomar las riendas de nuestra vida, ya que damos por hecho que esas riendas están en manos de otros y que no podemos hacer nada para cambiar el curso de la marcha. Es como llevar siempre a rastras a todos esos verdugos imaginarios que nos castigan una y otra vez, siempre dispuestos a convertirnos en víctima en cuanto el día a día nos depare otro de sus reveses: en vez de asumir responsabilidades, solo tenemos que repasar ese repertorio de posibles ‘culpables’ y, en plan autoservicio, escoger el más indicado para cada ocasión. Con esa actitud, pasiva y derrotista, resulta imposible identificar las causas reales de nuestros problemas, afrontarlas y ponerles remedio. Los expertos suelen deslindar el victimismo de lo que sería un nivel sano de autocompasión, que equivaldría a darnos un reconfortante abrazo a nosotros mismos sin negar el papel decisivo que tenemos en nuestro destino.
«En el lugar de trabajo puede generar tensión, rechazo y aislamiento y probablemente acabe afectando a todos»
La falsa víctima puede ser algo muy parecido a un verdugo para quienes le rodean, porque convivir con estas personas es como tener siempre al lado un agujero negro de queja y rencor. «Si, en una pareja, una de las partes siente que sistemáticamente se le está haciendo daño (por determinados comentarios, actitudes, falta de atención…), esto lleva implicado un alto nivel de malestar para esa persona y probablemente influya de forma negativa en la relación de pareja. La otra parte se puede sentir atacada, le puede generar confusión, frustración, desgana, ponerla a la defensiva… Afecta al bienestar emocional de ambas partes», explica María Victoria Sánchez, psicóloga del Grupo Laberinto. En el trabajo, sucede algo similar: «La persona con un perfil victimista puede sentir que trabaja más que los demás, que se esfuerza más, que no se lo reconocen… y manifestar expresamente quejas y lamentos. Se puede generar un clima de tensión. Puede generar rechazo en los demás y que intenten evitar a esa persona, lo que puede dar lugar a situaciones de aislamiento. Igual que en una pareja, lo más probable es que acabe afectando a todos», concluye Sánchez.