¿Por qué nos gusta tanto poner motes?
La costumbre de nombrarnos con apodos viene de lejos. Suelen asignarse con cariño, pero es fácil caer en el insulto
Ángela Duce es una madrileña de 81 años residente en Alicante, pero pocos la conocen como tal. Desde que nació, la última de nueve hermanos, a su abuela paterna se le ocurrió apodarla ‘Pitusina’ (dicho de un niño pequeño, gracioso o lindo, según la Real Academia Española). Con los años, el sobrenombre derivó en ‘Pitu’, y hasta hoy. «Mi madre también se llamaba Ángela y a mi abuela, que no tenía buena relación con ella, imagino que no le gustó nada que me pusieran su nombre, así que decidió llamarme de otra forma, y así es como me llaman todavía mis primos, mis sobrinos y mis amigas de toda la vida, aunque mis padres y algunos de mis hermanos nunca me llamaron así, sino Angelina o Angelita», cuenta ella. Lo más curioso es que su primogénita, otra Ángela, también tiene un sobrenombre, ‘Geli’. La única Ángela de esta familia a la que siempre han llamado por su nombre es a su nieta.
Algo similar le ocurrió a Nieves Guitián, de 82 años, a quien prácticamente todo el mundo conoce como ‘Mimí’. «Durante años en mi familia me llamaron ‘Mimos’, de mimosa, pero como a mis padres les costó mucho tener hijos y cuando nací en mi casa también vivían mis abuelas y algunas de mis tías, puede que más que mimosa fuese una mimada», dice entre risas. «En el trabajo también me llamaron ‘Mimí’ durante años, y cuando me decían Nieves se me hacía raro, porque para mí Nieves es mi hija». Su hermana María Luisa, dos años más joven, también tiene un apodo. «Cuando era muy pequeña le encantaba la coca catalana y a mi padre siempre le regalaban varias bandejas de este dulce por las fiestas de San Juan, así que ella se pasaba el tiempo pidiendo ¡coca, coca! y, al final se quedó con ese mote», rememora.
Como estas hay miles de historias, casi tantas como personas en el mundo, pues la costumbre de apodarnos unos a otros tiene una tradición más extensa de lo que podemos llegar a imaginar. Apareció como vehículo de distinción entre individuos y una de las primeras referencias que se manejan es la del escritor y militar romano del siglo I, Cayo Plinio, al que se conocía como Plinio ‘El Viejo’ para diferenciarlo de su sobrino Plinio ‘El Joven’. De la misma época fue el emperador romano Calígula, que realmente se llamaba Cayo Julio César Augusto Germánico, aunque nadie lo reconoce como tal. Su mote proviene de ‘caliga’, que era un tipo de calzado de la época que él usaba desde pequeño. De hecho, ¡hasta Jesucristo tuvo un mote! ‘El Nazareno’, por ser procedente de Nazaret. Otros de sus apodos fueron: ‘Rey de los Judíos’, ‘Cordero de Dios’ o ‘Cristo’.
Ciertamente, el afán por distinguir a unas personas de otras, ya sea por su apellido, sus características físicas, un acontecimiento determinado de su vida, su origen o su oficio, no entiende de épocas, pero tampoco de clases sociales. No hay más que echarle un vistazo a la realeza española: Isabel ‘La Católica’, Felipe ‘El Hermoso’, Juana ‘La Loca’, Fernando X ‘El Sabio’. Pero no solo los monarcas, incluso las divinidades adquieren otros títulos, como Dios, que también es conocido en las Sagradas Escrituras como ‘El Creador’, ‘Padre Eterno’ o ‘El Todopoderoso’.
En el lado opuesto encontramos motes hasta para objetos tangibles, como la peseta o ‘rubia’ que, además, tenía apodos para cada una de sus monedas –’perra chica’ y ‘perra gorda’ para las de 5 y 10 céntimos y ‘duro’ para la de cinco pesetas, por ejemplo– y algunos de sus billetes –’talego’ para el de 1.000 pesetas o ‘boniato’ para el de 5.000, por su color. ¿Y a la Constitución de 1812 cómo la llamamos? ¡’La Pepa’!
INFORMACIÓN Y CONTACTO
grupolaberinto@grupolaberinto.es
638105132